Esas cosas que tienen los chicos...
Casi nunca, y cuando digo casi me refiero
realmente a la muy baja probabilidad de que algo realmente suceda, puedo
encontrar un asiento libre en el colectivo. Esos días en que puedo viajar
sentado, sin nadie que me empuje ni me silbe en el oído, me siento con suerte.
Pues bien, hoy fue la excepción, y más allá de que por el horario en que salí
de casa y por ser lunes no me creí con mucha suerte a mi favor, pude viajar
sentado. Me gusta leer, sin dudas que sí. Puedo leer en casi cualquier lugar
que me lo proponga, de hecho lo hago mientras viajo en el colectivo, cosa que, bien
sabe el que viaja en transporte público, es imposible. Pero por suerte, hoy
pude viajar sentado y logré despuntar el vicio con unas cuantas páginas antes
de llegar al médico. Sin embargo, no pude quitar la vista de un chiquito
durante todo el viaje. Era un niño de alrededor de los cuatro o cinco años, de
pelo rubio, lacio, con algunas pequitas que jugueteaban por sus pómulos. Vestía
un conjunto deportivo, que de seguro le habían comprado hacía poco, porque no
tenía ninguna marca de costura o pitucones que adornaran los codos o las
rodillas. Pero lo particular de este nene no era su apariencia física, ni lo
que decía o pensaba. Lo que realmente me llamaba la atención es que tenía un singular
fanatismo por tocar el timbre. Cierto es que la madre no lo reprendía. Era un
capricho que nunca antes había visto. Se paraba en el asiento, miraba a su
alrededor, trataba de alcanzar el timbre y cuando estaba a punto de tocarlo,
alguien alzaba una mirada, entre amenazante y correctiva, y volvía a sentarse
derechito, mirando hacia adelante. Así, la situación se repitió durante un
largo rato, una, dos, tres, varias veces. Cansados ya, los pasajeros que se
encontraban cerca le pedían a la madre que por favor lo controlara porque ya
era suficiente con tener que soportar los empujones y las quejas de los demás,
como para tener que lidiar también con un nene caprichoso que quiere tocar el
timbre. La madre hizo un gesto como de desentendimiento, le tiro de la oreja,
lo sentó derecho y siguió con su vista incrustada en la ventana, como si
quisiera ver más allá de lo que sus ojos le permitían. No habrían pasado más de
veinte minutos, y el mocoso nuevamente insistía con tocar el timbre. Una
señora, con una sonrisa de por medio, intentó dejarlo, pero fue en vano. El
colectivo detuvo automáticamente su marcha y abrió sus puertas, como sí también
hasta el mismo colectivero estuviese en contra de ese niño, en contra de que
tocase el timbre. “Mamá, quiero tocar el timbre, yo quiero tocar el timbre,
mamá”, exclamó, con una queja que sonaba entre capricho y deseo. La madre por
su parte estaba obnubilada con una zapatería que se dibujada al otro lado de la
calle. No despegaba los ojos de la ventanilla y hasta parecía ni haberlo
escuchado. La gente alrededor comenzaba a poner nerviosa. Creí suponer que el
enojo radicaba más en la falta de responsabilidad de la madre, que en el propio
capricho del chiquito. Durante un rato las cosas fueron igual. El niño
intentaba alcanzar el timbre, pero no llegaba a tocarlo y eso lo enfurecía. La
madre, ausente. Un pasajero lo alzó en brazos y le dijo que él lo iba ayudar a
tocar el timbre, entonces la madre, con un tono soberbio y hasta algo exaltado,
le dijo que muchas gracias pero no, no deseba que nadie lo ayudara a tocar
nada. El nene empezó a patalear nuevamente. Una señorita que estaba sentada
enfrente, se ligó un cachetazo sin querer. La madre se disculpó, le tiró de las
orejas a su hijo, y posó nuevamente la mirada en la ventana, como si quisiera
mirar a través de ella algo que realmente la alejara de todo.
Estaba por la mitad del viaje. Después de
haber visto la situación repetirse unas diez u once veces, ya la escena me
pareció tan monótona que no le presté atención. Creí que al resto le sucedió lo
mismo porque después de un rato ya nadie se quejaba. Mientras leía las últimas páginas
de un cuento de Carver, me distraje observando otra vez la misma escena. Por lo
que pude ver, la madre continuaba tan distraída como lo estuvo siempre,
observaba por la ventana un viejo local de ropa, que se escondió detrás de un
camión recolector de basura cuando el colectivo avanzó. Entretanto el mocoso
intentaba nuevamente alcanzar el timbre. “Mamá, quiero tocar el timbre, yo también
quiero tocar el timbre”, le decía y le tiraba al mismo tiempo de la manga de la
campera. La madre, ausente. Cuando me dispuse a terminar de leer las últimas
líneas del relato, esperando llegar a ese final abierto, no demasiado, pero
injustamente definido en la nada misma, noté que el chiquito logró zafarse de
la vigilancia de la madre, que para estas alturas ya me tenía sin cuidado, y se
fue escurriendo entre la gente hasta llegar a la puerta. Se puso en puntas de
pie e intentó alcanzar el timbre. Se estiró lo más que pudo, sus dedos se
movían en el aire como si estuviera tocando una pieza en un piano de teclas de
marfil transparentes, se estremecía al saber que iba a llegar, pero no lo
logró. Entonces se paró sobre las botas de una señora que llevaban un taco
bastante prominente, y ganándole espacio y tiempo a los demás pasajeros,
presionó con fuerza el botón y el timbre sonó. Me causó gracia ver la cara de
alivio de ese nene al escuchar el sonido del timbre, como si ese sonido lo
hubiese liberado de un karma existencial, como si de ese sonido dependiese su
vida, como si ese sonido fuese el objetivo de toda una vida de lucha, dolor y
pasión. Lo cierto es que no lo volví a ver por un rato largo, de hecho, no lo
volví a ver más, desapareció. Estimé que se habían bajado en esa parada. “Siguió
silencioso mirando la carretera. Se hallaba en el final mismo de una historia”,
así terminaba el relato. Guardé el libro en mi mochila, mientras observaba por
la ventana la calle que cortaba. Tenía que bajarme. Me costó llegar a la
puerta, había mucha gente a esa altura todavía. Miré hacia adelante, era la
próxima. Pero hubo algo que me obligó a no volver a mirar atrás, hubo algo que
me dejó quieto, inmóvil, desesperado por dentro. Cuando toqué el timbre, cuando
en ese mismo momento sonó el timbre, noté que la madre del chiquito seguía
allí, inmóvil, mientras miraba por la ventana un cartel de publicidad de una
compañía de celular. El asiento a su lado, se encontraba vacío.
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