Esa extraña forma de pensar...
Cada dos o tres horas me despierto. Hace
tiempo ya que no logro concebir el sueño de forma completa, quisiera poder dormir
sin sobresaltos o, al menos, simplemente, dormir. Ella sigue ahí, como si nada
le importara. Respira pausado, profundo, sin vacilar en ese lapso que se
produce entre la inhalación y la exhalación. Son las tres de la mañana. La
cortina de la pieza no para de golpear contra el marco de la ventana, tiembla
constantemente, ahora un poco menos, pero tiembla, se estremece. El viento cesa
un poco pero la lluvia sigue cayendo en forma estrepitosa, acaudalada y firme
por momentos, rebelde y zigzagueante por otros. Mientras enciendo el televisor
del comedor, me pongo a pensar qué es de la vida de Marcos. Hace tiempo ya que
no lo veo, como un año, año y medio. Hasta donde me permite llegar mi memoria a
las tres y diez de la mañana, recuerdo que compartimos mucho tiempo en la
fábrica, trabajando turnos dobles en los momentos en que la crisis nos pegó
duro. Allá por el 2000 la situación se había puesto tan fea que me acuerdo de que
compañeros nuestros tuvieron que tomarse vacaciones obligatorias y despidieron
a la gran mayoría de los empleados. Por nuestra parte, trabajábamos doble turno
para lograr cubrir a los que habían echado recientemente. Fueron dos años duros
pero, en ese tiempo, recuerdo que por más que afuera se desataban batallas
interminables entre ahorristas y bancos, empleados y empleadores, sindicalistas
y políticos, nosotros, Marcos y yo, vivíamos en nuestro mundo de tornillos, bulones
y chapitas de aleación. Fueron buenos tiempos, más allá de que el país se
estaba yendo a la mierda, fueron buenos tiempos.
El agua se me pasó, hirvió. No sé si
echarle un chorrito de agua fría o ponerla a calentar de nuevo. El sueño no me
vence y la paciencia se me hace corta, hoy no tomo mate. En la heladera lo
único que hay es una botella de agua y media Coca. Al costado, en el suelo,
como era costumbre de mamá, hay media botella de San Felipe, ¿por qué no? Son
dos vasos, nada más, prometo que solamente son dos vasos, nada más. En
realidad, no sé a quién se lo prometo porque estoy parado solo en la cocina con
un vaso corto de acrílico o vidrio esmerilado en una mano, y la botella en la
otra. Son dos vasos, nada más, solamente son dos vasos, nada más, solo para eso
alcanza esta porquería. Mientras tanto, desde el comedor, se escurre el sonido
de la televisión que todavía sigue encendida. Alcanzo a distinguir la voz de un
pastor evangelista que predica erradicar el dolor y el sufrimiento si tan solo se
lo sigue al señor. ¿Y qué dirá el señor sobre nosotros cuando se entere de todas
las porquerías con las que tenemos que lidiar día a día? ¿Nos apiadaremos de su
sufrimiento? ¡Pura mierda! Me siento horrible —se me revuelve el estomago de
solo pensarlo—, parezco el discípulo borracho de Jung. El reloj de la pieza
marca las cuatro y diez, hace una hora que no logro pegar un ojo y estoy deambulando
por toda la casa. Ella simplemente sigue ahí, despreocupada, como si nada le
importara. A veces me pregunto si hicimos lo correcto, si haber tomado esa
decisión nos hizo realmente bien o nos envió sin escala al fondo del pozo. No
recuerdo la última vez que la vi sonreír. Esa risa opaca, aguda y chillona que
tiene, que de solo pesarla me hace doler la cabeza, esa risa, esa estúpida y
pacata risa, fue la que me enamoró. Quizás por cobarde no me atrevo nunca a
decirle todas estas cosas o, al menos, lo que pienso, lo que pasa por mi mente
cada vez que me despierto y la veo ahí, despreocupada, danzando libremente sobre
ese campo de algodón que se forma en su almohada, fría, tan fría que la veo
sudar y tiemblo. Sé que no, que nunca lo voy a hacer, no tengo el valor o,
mejor dicho, no creo tener la suficiente valentía para matar lo que me acobarda
y me deja mudo frente a ella. Pero bueno, así son las cosas, como decía mamá:
“Lo que no te mata, te hace más fuerte”, y sin dudas no puedo decirle todo esto
cuando estamos frente a frente. Seguramente que ella debe pensar lo mismo, pero
a diferencia de mi comportamiento núbil y errático, ella lo oculta tan bien,
tan bien que a veces me da la sensación de que estamos de diez. Yo sé que no,
que no es así. Tiene esa habilidad para ocultarlo, pero no puede arrancarlo de
mi interior, no puede, no se lo permito. Dejó de llover hace diez minutos. La
cortina rechina suavemente y puedo oír las gotas al caer desde el primer piso.
La levanto un poco dejando una mínima hendija entre en el marco y la punta. La
brisa me inunda el rostro. Suavemente me recorre el cuerpo y se esconde por
debajo de las sábanas, la rodea, danza un poco a su alrededor, juega a la rueda
de San Miguel en su pelo, gira y escapa por la ventilación del baño. Ella sigue
ahí, despreocupada, como si nada le importara.
Me despierto. Son las cinco de la mañana,
en una hora y media me tengo que levantar. Tengo la horrible sensación de haber
sudado toda la noche, un sudor frío, tal que una ráfaga me hubiera sorprendido
destapada. Miro la otra punta de la cama y lo veo ahí, durmiendo,
despreocupado, respirando pausado y profundo. A veces me pregunto si me
escucha, si puede llegar a escucharme entre sueños. No, no lo creo. Duerme
plácidamente todas las noches, disfruta de eso que se llama tener “el sueño
pesado”. Igual, aun así, me gusta hablarle por las noches y contarle lo que durante
el día no puedo. Es una estúpida forma de hacer catarsis. Vale la pena, al
menos, para alguien que sufre de insomnio como yo. Cada dos o tres horas me
despierto. Pero él no, sigue allí, despreocupado, como si nada le importara.
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