LOS BENEFICIOSOS PELIGROS DE PERDER (SE)

Nunca nadie lee la letra chica...


Creo que no hay nada más molesto, o doloroso, que perder algo. No sólo la muerte nos recuerda que en ciertas ocasiones las pérdidas no sólo son inevitables sino parte de la naturaleza, también podemos encontrar rastros detrás de cualquier tipo de decisión que incluya a un otro. Lo más preocupante es que a veces perder es pura decisión nuestra. Un claro ejemplo, de aquellos casos en que perdemos sin querer perder (una gran cantidad de veces a lo largo de nuestra vida sucede esto), se da cuando tomamos la decisión de alejarnos de alguna situación puntual o de alguien en particular. Alejarse presupone un doble sacrificio: por un lado una parte nuestra se va (se desprende de nosotros), por el otro lado algo también muere en ese mismo instante. Es decir, hay una doble pérdida implícita que nos deja indefensos ante una realidad que se dibuja tan oscura como el fondo de un cenote. Pero incluso ahí, perdiendo sin querer perder, quedando despojados de toda posibilidad de retener eso que se va y eso otro que se muere, también hay un destello de nuestra propia firma. Porque alejarse, al fin y al cabo, es una decisión personal y como toda decisión tiene su propio desenlace. Entonces, creo que acá nos encontramos con una de esas paradojas en las que la pérdida es insoportablemente genuina: no queremos sufrirla pero no podemos evitarla como consecuencia de la decisión que hemos tomado. No actuar presupone la opción más obvia, pero no la mejor. Alejarse o retraerse de una situación a veces nos abre la puerta (o varias puertas) a nuevas oportunidades y hasta, incluso, un cambio radical en nuestra vida. Gustavo Cerati cantaba: “poder decir adiós es crecer”. ¡Y claro que lo es! Lo único que omitió en este caso, ese maravilloso cantautor y poeta argentino, es advertirnos de los costos de ese crecimiento.

No es cuestión de suponer que nada de lo que hagamos no tiene su costo escondido, no. Todo lo contrario. Mi intención es poner justamente en evidencia que alejarse, perder e inclusive crecer, requiere un sacrificio tanto físico como espiritual. Físico porque la pesadez que ofrece el peso psicológico de tener que tomar una decisión de tamaña importancia se refleja en cada una de nuestras fibras más íntimas. Toda carga psicológica deriva inevitablemente en una molestia física. Esto es tan simple de entender como saber que si falla el software falla el hardware.
En cuanto al espíritu, tengo mis serias reservas al respecto por lo que sólo me voy a limitar al concepto de que todo lo que no es carne es espíritu. Debido a esto, la complejidad que plantea la apertura y el desmembramiento de este concepto en unas cuantas simples líneas, me parece abrumadora. Con base en ese pensamiento, quisiera solamente exponer que al espíritu, en este caso en particular, se lo podría identificar como aquella voz que vive dormida en nuestro interior y que despierta cuando siente que nos encontramos en estado de alerta. Cuando digo estado de alerta me refiero a esa sensación de extravío del status quo, esa sensación de desequilibrio, eso que hace preguntarnos: ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí? Podríamos llamarla la voz de la desesperación.


Resumiendo: para hacer frente a un pérdida, para poder tomar la decisión de alejarse de algo o de alguien o, hasta incluso, crecer como individuos pertenecientes a una sociedad que les concede, hace miles de años, el control a los adultos responsables (de toda miseria y decadencia existente), tenemos que afrontar la desesperación futura que esto nos deparará. Desesperación que se ve reflejada tanto en el cuerpo como en la mente y por la cual tendremos que hacernos cargo porque nos envuelve y arrastra hacia un torbellino frenético hasta dejarnos indefensos al punto de temerle hasta a nuestra propia respiración. No es cuestión de ser valientes, esto no se resuelve aplicando las mismas estrategias de las que nos venimos sirviendo desde ayer. Acá se abre un nuevo juego, una nueva visión que plantea que toda recompensa tiene su esfuerzo previo porque nadie nos asegura que si nos esforzamos hasta el cansancio tendremos éxito.    

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