La espada más filosa...
Una fuerte ráfaga de viento helado ingresa
de manera estrepitosa por la ventana. Cuesta respirar, pero es mejor no
encender leña para no llamar la atención. El frío le corroe las manos, no lo
deja pensar con claridad aunque solo tenga un objetivo. Se encuentra en
desventaja: los músculos se le contraen, a diferencia del acero que se mantiene
indiferente, de temple salvaje, de ánimo invencible. Aguarda el momento justo, espera que el tiempo
se vuelva uno y él, uno con el tiempo. Su espada le ruega que la desenvaine,
que la entierre sobre carne viva, que le dé de beber la sangre de su enemigo.
Sin embargo aguarda, aguarda por el momento justo. El silencio no lo vence, el
deseo no lo doblega. Escucha el redoble de las botas sobre le piso de madera de
caña, que a pasos firmes se van abriendo camino. Son cinco o seis, no más,
tarea realmente fácil, casi un precalentamiento. Sabe que lo buscan y se siente
más presa que cazador, eso le divierte. Siente cómo poco a poco le hierve la sangre, cómo vuelve a recuperar
la movilidad, cómo sus pensamientos empiezan a dibujarse nuevamente tan claros.
El primer guardia muere rápido, de un solo impacto. El segundo se sorprende
pero tampoco logra reaccionar y el acero atraviesa íntegramente su estómago de
lado a lado, sus vísceras se desparraman por todo el suelo. El tercer guardia
ofrece más resistencia, aunque blande su espada al igual que un niño y eso no
lo motiva, corta su cabeza con indiferencia y aguarda por el próximo. El cuarto
lo ataca sin rodeos, firme y decidido esgrime algunos movimientos que complican
—para verbalizar la expresión— la ejecución final. Una caricia filosa y veloz a
través de la espina dorsal, remata el acto. La sangre brota como la lava de un volcán
en actividad, le embarra los pies de esa sustancia viscosa de color púrpura que
huele a perfume de sal y acero. Falta el último, pero nunca se presenta a la
cita —¿O es que realmente había contado mal?, cosa poco probable—. La niña
Hattori está feliz, ha saciado su hambre pero debe regresar a casa para ser
enfundada nuevamente. Ese no es su objetivo, y lo sabe.
Lo grandioso de esta era es que aún no se
ha inventado la pólvora. Por eso las katanas son tan sabias, mantienen todo el
misterio oculto en silencio. Solo se escucha un sonido, una víctima, una
muerte, y solo eso basta para que sea perfecto. Las heladas comenzaron y el
clima se vuelve realmente hostil. No piensa jamás en renunciar, pero la nieve
le dificulta el paso a través del jardín principal. La visión se le nubla, una
cortina blanca de repente se muestra ante él. Se dibujan más allá de la cortina,
unas cuantas sombras, algunos cuantos soldados más. Saber que momento es el
adecuado para una batalla también es tarea de un guerrero. Rápido, hábil y
audaz se camufla detrás de unos escombros. Cubre el resto de su cuerpo —que
sobresale de aquella pila de rocas— con nieve fresca. Ahora es frío es mortal.
Unas cuantas finas capas de hilo no llegan a compensar la temperatura necesaria
para soportar el ardor que provoca la nieve en contacto directo con el cuerpo.
Tiene ganas de gritar, tiene ganas de no esconderse más, de demostrar que puede
con diez o quince soldados él solo. Pero no lo hace, sabe que todavía no es el
momento. Mientras tanto, los soldados cubren todos los flancos posibles, el jardín
se puebla de repente. Su mano tiembla y no es el frío, su vista se nubla y no
es la tormenta, su corazón se acelera y no es agitación. Todo termina, todo
comienza. Se descubre una figura detrás de los escombros. Cuerpo de contextura
ligera, de mediana estatura, pelo largo y oscuro hasta la cintura, de tez
pálida, ojos de demonio y una cicatriz en el rostro. El asombro de los guardias
es tal y el desconcierto tan elocuente, que decide abrirse paso sin pensarlo.
El acero penetra tan vivo y fugaz que no se siente dolor, la sangre explota a
tal punto de bañarlo por completo, los cuerpos se bifurcan a tal punto que los músculos se
separan de manera espontánea de los huesos. Una completa función de horror,
dirigida, guionada y protagonizada por el mejor samurai de todo Japón. Los
cuerpos se apilan uno por uno, forman una montaña humana de desperdicios. La tormenta
amainó, la lluvia roja también. Su cuerpo está cansado, sus manos envueltas en
sangre, sus heridas arden un poco más.

Con un pañuelo de seda limpia cuidadosamente
el filo de la katana. Los rastros de piel y sangre fueron desapareciendo de a poco,
hasta llegar a hacerla relucir tanto como le gusta. La niña Hattori nuevamente
deberá descansar. Ya no tendrá más tiempo para volver a salir a jugar, pues comienza
una nueva etapa en la que reinará la paz por largos años. Años que no volverán
a ver nunca más la figura de un joven de contextura ligera, de cabello largo y
oscuro, tez pálida, ojos de ángel o demonio, con una cicatriz en el rostro y
una sonrisa austera. Años que no conocerán al héroe detrás de la leyenda:
Wakagi Keniasami, el Destajador.
Comentarios
Publicar un comentario