Nada para ser...
Me
da la sensación de que toda pausa, todo lapso que simula la
detención en el tiempo, nos genera una alteración en nuestro estado
de ánimo. Esto no se puede negar: ¿quién puede decir lo contrario
cuando vivimos en un mundo que nos propone estar activos veinticuatro
siete? Incluso hasta las publicidades de medicamentos —drogas
legales— te proponen seguir con la rutina aun si el cuerpo
te dice lo contrario cuando se te parte la cabeza, te duele algo o
simplemente te resfriaste. Pero, claro, no se puede parar. La rueda
gira y una vez que empezó a girar no se detiene, nadie puede ni
tiene que dejar de aportar su granito de arena para que siga girando.
Somos ratoncitos de laboratorio que un día, sin saber por qué,
dejamos de caminar por el laberinto en busca de ese pedacito de queso
y empezamos a correr en la rueda día y noche. El problema es que no
tenemos ni puta idea de cómo bajar.
Pero
resulta que la rueda dejó de girar. No sabemos cómo sucedió, ni
quién metió la mano y, lo peor de todo, qué mierda va a pasar. La
rueda se frenó y acá estamos. Y hay que decir que el golpe dolió,
y duele, más de lo que esperamos. Pero bueno, como dicen en los
gimnasios: si no duele no sirve. El punto acá es otro. Ahora nos
toca asumir la responsabilidad de tener que enfrentarnos a algo
totalmente nuevo que puede o desaparecer en cuestión de meses o
volverse tan cotidiano como lavarse los dientes. Lo cual deriva en
una serie de medidas extremas, que fueron otra vez tomadas no por
nosotros como individuos pensantes sino como sujetos
que
integran un sistema en cual no pueden decidir todo,
por las que jamás hemos atravesado. Y, en particular, una y que es
la que nos agobia en el presente: la cuarentena obligatoria. Y
remarco obligatoria porque lamentablemente en esta sociedad de
inmaduros y egoístas no quedó otra que la obligatoriedad. Fueron
una o dos semanas en las que de forma voluntaria algunos ciudadanos
se aislaron. Pero en el marco de muchas situaciones que rozaron la
estupidez humana, la poca empatía y el egoísmo no le quedó otra al
Estado que obligarnos por decreto a quedarnos en nuestras casas. Y
estuvo bien, en principio. Hoy al día ciento cincuenta ya no sé si
pienso lo mismo. Pero eso lo voy a dejar pendiente para poderlo
desarrollar en alguna otra oportunidad. Volviendo, estamos encerrados
entre cuatro paredes —o la cantidad que tengas en tu casa— hace
más de ciento cincuenta días. Y la cabeza empezó hace un tiempo a
jugar su papel. Lo cual no es para nada grato cuando, por ejemplo,
tenés que convivir con vos mismo. Y acá está el punto al que
quiero llegar: ¿por qué se vuelve tan difícil convivir con uno
mismo? Ni hablemos si la convivencia es de más de dos, ¿no? ¿Por
qué el ser humano si es un ser social, si comparte todo lo que dice,
hace o piensa a través de una pantalla con la intención de
relacionarse con otras personas, a la hora de enfrentarse consigo
mismo o con otros le es tan dificultoso? Bueno, en principio porque
creo que hay una sobreoferta de socialización por parte de un
sistema que nos propone no solo estar activos sino además estar
también conectados veinticuatro siete. Acá se ve claramente el
primer componente de quiebre interno: la constante oferta
comunicativa que se ha infiltrado en nuestras vidas. Todo el tiempo
nos llegan mensajes, mails, ofertas, publicidades o, incluso,
recompensas de sorteos que son incomprobables. Todo el tiempo esa
información nos desborda y hace que ese desborde sea parte, también,
de nuestro desborde mental. No se puede parar, siempre hay algo para
hacer y ese hacer comprende, en muchas ocasiones, a más de uno. Todo
está diagramado en perfecta armonía para convertirnos, como lo
explicó Bauman una vez, de un ser productivo a un ser de consumo. El
ser humano ya no es medido por su capacidad de producción sino por
su intención y potencialidad de consumo. Y esto es lo que nos ha
llevado a convertirnos en seres sin ánimo ni capacidad. Al ir
drenando de a poco nuestras capacidades productivas, nos fuimos
despojando de aquellas cualidades que no solo se relacionan en forma
directa con nuestra actividad laboral sino que además con nuestra
capacidad de volvernos seres creativos, didácticos, inteligentes,
pensantes, planificadores, conscientes, entre otras tantas.
Entonces,
de un día para el otro llegó el momento menos pensado: tenemos que
hacernos frente a nosotros mismos en un aislamiento que nos obliga a
retrotraernos como seres de consumo masivo (restaurantes, bares,
cines, teatros, shoppings, etc.) y nos pone frente al espejo del
aislamiento como individuos vacíos, incapaces de poder desarrollar
cualquier tipo de actividad por sí mismos. Esto quedó más que
claro con los incesantes live
Instagram
que, más que una herramienta de comunicación, se habían
transformado en un canal de socialización que nos hacía sentir más
cerca del otro, más humanos, menos desechables. ¡Qué grave error
fue pensar alguna vez que el paso de los años y los avances
tecnológicos o científicos nos regalarían al progreso como el
resultado de la búsqueda constante del ser por mejorar la humanidad!
¿En qué momento nos comimos el cuento de que los cambios siempre
son para mejor? Ojo, no crean que apoyo el conservadurismo, no. Pero
tampoco todo cambio siempre apunta hacia la dirección correcta.
Porque acá nos ven: apostando al home
office,
normalizando las videollamadas como reuniones presenciales, haciendo
amigos por Instagra m, viendo como se divierte el resto por Twitch,
consiguiendo trabajos por LinkedIn o, simplemente, pegados al
televisor todo el día, dejando que el tiempo pase. ¡Claro! ¡Así
es más fácil! Llano...me soporto.
Comentarios
Publicar un comentario