LO QUE NO FUE, NO ES - (GANADOR DEL FESTIVAL 2020 DE BAHÍA BLANCA)


Un inevitable loop...

Tengo escrita en una libreta, en un cuaderno y hasta, incluso, en los márgenes de un libro de uno de mis autores favoritos, las miles de excusas que siempre nos ponemos y que jamás aceptamos como válidas. La verdad, siempre fui malo para olvidarme de las cosas. Todo lo que me pasa o me atraviesa se me graba en la piel como un tatuaje carcelero. Así, voy errando por la vida. Esta, al parecer, es una más de todas esas veces. Pero no lo es. Porque a pesar de que me cueste, la estoy empezando a olvidar.

Abro la puerta del hall del edificio como puedo. Con una mano sostengo la bicicleta y con la otra la puerta, pero trato de no tocar mucho el picaporte porque me da asco. También siempre fui medio asquerocito, pero supongo que eso lo heredé de la germofóbica de mi vieja. Cosas de la vida. Entonces algo tan simple como hacer pasar una bicicleta y un cuerpo por una puerta que debe medir un metro y medio por dos metros cincuenta, se vuelve una odisea. Pero lo logro. Me subo a la bici y arranco.

Las primeras cuadras me traen el recuerdo de la infancia. Hacía mil que no me subía a una bicicleta —con ruedas— y que no me tocaban bocina y me puteaban porque me tambaleo como un borracho a las seis de la mañana mientras intento manejar por la Avenida Triunvirato. Tenía que ser tachero, ¡qué raro! Me recompongo, como puedo, de esta crisis vial y sigo camino a lo de mis viejos. Ellos viven en Paternal, así que supongo que tendré una media horade pedaleo, no más. El día está increíble: hay muy pocas nubes en el cielo, hacen unos veinticuatro grados a la sombra, veintisiete al sol, una brisita fresca y juguetona me hace cosquillas en la barba y no estoy ni siquiera transpirando. O eso creo. De todas formas, no le aflojo al pedaleo y sigo con rumbo firme a lo de mis viejos. Lo único que espero es que me reciban con un buen asado de domingo, como corresponde. Los abrazos y los besos los dejamos para después del postre. Hace algunas cuadras —y me llama la atención de que recién me acabo de dar cuenta— que la rueda de atrás está haciendo un ruido raro. Supongo que no lo escuché por todo el quilombo de autos y el ruido que hay en la calle. Igual creo que también me hice un poco el boludo porque hace dos semáforos que, cuando meto ese pedaleo fuerte inicial para salir antes que los autos que están a la par mío —en una especie de competencia pelotuda en la que yo solo participo—, siento un chillido muy agudo, como si una ratita se hubiera escondido en la cámara y se estuviera quejando de las vueltas que pega cada vez que gira la rueda. Ratita boluda. En fin, cosas de la vida. Pensé en bajar por La Pampa porque tiene bicisenda, pero la verdad es que es domingo y no se justifica. Sigo derecho por Triunvirato. Ahora estoy llegando a Avenida de Los Incas. Siempre me dijeron que acá se pegan terribles palos, pero no sé, este es uno de los lugares por los que más paso y jamás vi uno. Pocos son los afortunados que escuchan el freno, el rugido de las cubiertas aferrándose al asfalto y, por último, ese maravilloso estruendo que se provoca con el choque de dos estructuras de acero que viajan a una velocidad alta promedio. Me hace acordar mucho a ese sonido que produce cuando el cuerpo de algún luchador impacta contra la lona a causa de un terrible supplex que se acaba de comer y que lo deja revolcándose por un rato, dolorido, confuso, perdido, suplicando piedad. No es que suene igual pero se me hace algo parecido. En realidad un choque suena mucho más hueco, más metálico, más compacto, más ostentoso, pero menos humano. Y no es que esté a favor de los choques pero me molesta la idea de que después de una frenada prolongada y ruidosa, no prosiga un estruendo que se equipare con la magnitud de semejante escándalo previo. Es simplemente eso.

Y eso es justamente lo que acaba de pasar. Solo que esta vez, el estruendo es mucho menor, menos metálico, menos hueco pero incluye el grito de una señora, el ladrido de dos perros, una bocina que suena hasta el cansancio pero no la escucho, una frenada seca, la trompa del auto que me da de lleno, un giro sobre el capot, el impacto de mi cuerpo contra el parabrisas que estalla por la violencia del golpe y la inercia, y como toque final, un vuelo de unos diez metros que me deja tirado casi llegando a la esquina. Todo se vuelve rojo y negro. Trato de reaccionar pero no puedo, mi cuerpo no me deja, no quiere, no quiere más. Se me clava como un flechazo directo en la mente, una frase que leí por ahí una vez: ¿Para qué extrañar a los muertos? No es necesario. Ellos están en un mejor lugar. ¿Por qué mejor no te extrañas a vos mismo? No sos ni la sombra de lo que deseabas ser.

Me duele todo. No puedo moverme.

Escucho voces que resuenan como ecos lejanos adentro de una cueva que se pone cada vez más oscura. Me duele todo. No sé cuántos huesos tengo rotos, seguro que no más de los que me rompí cada vez que le pegaba a la pared para no descargarme con vos. Ahora, se vuelve todo un poco más oscuro y más profundo, ya no se escucha el eco de esas voces. Y lejos de ver pasar toda mi vida en un flash que dure algunos segundos, lo último que recuerdo es su voz diciéndome: ¡Me cansé! ¡No puedo seguir más así! Tenés que entender que lo que no fue, no es. No lo forcemos más. Por favor, no lo forcemos más.

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