Una simple premonición...
A
treinta kilómetros de la planta, quince días después del incendio
y de la explosión del reactor, aun estaba prohibido quedarse y hasta
pasar por ahí aunque más no fuese rápidamente. Las sirenas
siguieron sonando durante semanas y eso nos llamaba la atención.
Llegó el rumor de que en realidad la planta no era una central de
energía nuclear sino un laboratorio de investigación bacteriológica
y que no había sido la explosión del reactor lo que generó la fuga
sino un desperfecto en el sistema de ventilación. Luego de varios
meses de no ser detectada, la exposición fue letal no sólo para sus
alrededores sino para todos nosotros, los habitantes de la ciudad. Ya
no había posibilidad de volver atrás. Una nueva etapa daba
comienzo.
Durante
los primeros meses nadie sabía cuáles podían llegar a ser los
efectos. Durante varias semanas las opciones se fueron multiplicando.
No así los resultados. La vida continuó con total normalidad, la
gente se había acostumbrado a vivir sabiendo que algo los rodeaba,
que algo estaba ahí, latente, pero que por el momento no influía
directamente en sus vidas. Mientras tanto, desde las más altas
organizaciones mundiales de la salud, continuaban con el análisis
empírico del virus, monitoreando de cerca a aquellas personas que
con el correr de los días fueron presentando mínimas distorsiones
en su patología. Se los llamó “Embriones”. Fueron los primeros
infectados, generalmente personas ubicadas a pocos kilómetros de las
instalaciones en donde comenzó todo. Separados de sus hogares,
fueron reubicados en campos de aislamiento, lejos de todo contacto
con la ciudad, lejos de sus familias, lejos de toda una vida. Por
otra parte, los científicos, esos primeros cuerpos expuestos al
virus, también fueron recluidos en aquellos campos de aislamiento
pero, dado a su grado de compromiso y sus aportes dentro del programa
de investigación, lograron acordar con las autoridades mantener en
secreto sus identidades. Mientras tanto, en las noticias anunciaban
la cuarentena por tiempo indeterminado. Esto incluía tanto a los
miembros de los campos de aislamiento como a cualquier ciudadano
común y corriente. La ciudad entera se encontraba en total abandono.
El proyecto encarado por el gobierno incluía la idea de lograr
apartar a todas aquellas personas que hubieran sido expuestas al
virus, infectadas o no, a fin de continuar con la investigación de
los posibles efectos y encontrar una solución que abarcara al total
de la población. Lamentablemente esto no resultó así. Con el
correr del tiempo la situación se agravó y la cantidad de
infectados se incrementó a pasos agigantados. Los campos de
aislamientos se encontraron en poco tiempo desbordados, las
autoridades parecían no reconocer la situación, la calidad de vida
se fue deteriorando, la ciudad poco a poco se fue transformando en un
gran campo de aislamiento urbano. Lo peor llegó cuando la gente
comprendió la situación por la que estaban atravesando. El
gobierno, a través de la justificación de una posible solución, se
escudaba en mantener la ciudad bajo un total aislamiento. Esto no
solamente generaba una falsa expectativa sino que además justificaba
las muertes que se fueron sucediendo a causa del avance de la
enfermedad y la propagación del virus. Esto causó particularmente
el enojo de la población en general, a tal punto que se planificaron
manifestaciones en contra del gobierno y estaba latente la idea de un
próximo golpe de estado. Un motivo más para poner el ojo sobre
nosotros. La idiotez humana no tiene límites.
Pasaron
dos meses y la situación actual es aún peor. El desabastecimiento
es total, escasea el alimento, el agua potable está llegando a su
límite, las calles se encuentran desiertas y la violencia parece no
tener punto final. ¿Es acaso esto tan diferente a la realidad a la
que estábamos acostumbrados a vivir? No lo creo. Puedo llegar a
pensar que toda esta basura que nos rodea es la misma que ayer,
escondida bajo una mentira, nos apañaba y al mismo tiempo nos
condenaba al infierno. Al menos hoy podemos ver las cosas como son,
no hay más mentiras, es esto, es lo que se ve. A través de la
ventana, se dejan ver los restos de una ciudad en decadencia. Ya no
interesa cuál es la marca con la que me visto o qué modelo de auto
tengo. Las cosas son mucho más básicas ahora. Es gracioso pensar
que tuvimos que llegar hasta este punto para darnos cuenta de cuanto
tiempo perdimos en preocuparnos por estupideces. El hambre, la
soledad, la muerte, el dolor. Siempre estuvieron con nosotros, pero
no nos preocupaban. Estábamos ocupados en conocer cuánto valían
las acciones de Coca Cola o saber cuándo se estrenaría la última
película de Brad Pitt. Ahora ellos están muertos, nosotros pronto
lo estaremos también. Hace ya dos días que no logro conseguir
comida y el hambre me debilita, desvanece mis fuerzas y me obliga a
dormir más de lo habitual. El aire afuera es frío, el otoño se
adelantó este año y se nos anticipó desatando una lluvia de dos
días. A través de la ventana, se dejan ver los restos de una ciudad
en decadencia. Mientras intento mantenerme despierto, acerco mi cara
al vidrio, gélido, opaco por mi aliento. En la calle, ahí abajo,
afuera, dos personas se disputan los restos de un animal. No distingo
si es un cordero o un perro. Da lo mismo, alimento es alimento. La
imagen me produce asco, vomito, no sé si es producto de mi
conciencia o si es la enfermedad que me está matando lentamente. El
sueño me vence. Los ojos, que hasta hace un momento se encontraban
fijos, atónitos, expectantes, ahora parecen cegarse lentamente
buscando reparo en el descanso. No me resisto, los cierro, siento
cómo todo se oscurece ahora un poco más. Al llegar la madrugada un
grito desgarrador me despierta. Me acerco a tientas hasta la puerta,
apoyo mi ojo sobre el visor pero no veo nada, solo oscuridad. El
fuego que me mantenía iluminado y caliente, se consumió hace rato.
Miro alrededor, intento darles un sentido a los objetos, corro las
cortinas, me ayudo con la luz de la luna pero la luna no está y
afuera la lluvia continúa firme. Entonces desisto y nuevamente me
echo a dormir. Rápido, como si hubiese sido tan solo una pesadilla,
me olvido de aquel grito y otra vez el sueño me gana. Nuevamente un
grito irrumpe en la noche pálida y húmeda pero esta vez es casi
imperceptible y se prolonga por menos tiempos, ya está, ya pasó.
Cuando
me desperté, el sol ya había alcanzado lo más alto en el cielo.
Ahora, se posa sobre las baldosas de la terraza de la casa de
enfrente. El hambre es desgarrador y me tienta una vez más a
saborear un poco de sueño, como si eso me fuera a llenar. Pero no,
no me va a vencer, no esta vez. Agarro mis cosas, guardo lo que me
puede llegar a ser útil en la mochila teniendo en cuenta de que no
me perjudique el peso. Rocío toda la habitación con alcohol, prendo
un fósforo y el fuego se encarga del resto. Mientras bajo la
escalera, veo el cuerpo de una mujer rendido en el suelo. Como
supuse, aquella que había sido mi vecina tan solo por esa noche
había sido asesinada. No sé quién la mató, ni el motivo, no me
interesa saberlo, no me interesó nunca. Mientras un fuego purgador
arde por las ventanas de aquel viejo hotel, escucho encender el motor
de un auto. De a poco, el recuerdo en forma de sonido viene a mi cómo
si fuera la primera vez que escucho la puesta en marcha de un
gasolero. El sonido penetra profundo, espacioso, sonoro dentro de mi
mente. El conductor me hace una seña, me dice que me acerque pero no
lo hago. No son tiempos de confiar tan vagamente en alguien. Tomo mi
revólver y le apunto directo a la cabeza. Me voy acercando con pasos
muy cortos, lentos pero firmes, no me detengo. Cuando llego a la
ventanilla, una sonrisa y el caño de una escopeta me saludan.
Durante algunos segundos nos miramos fijamente, no nos decimos nada,
sólo nos miramos y así pasa el tiempo. Ambos sabemos que cada uno
tiene lo que el otro desea. Yo su movilidad, él mi equipamiento. El
motor del auto se detiene, el combustible parece haberse acabado.
Probablemente tenga algunos bidones en el baúl del auto pero por el
momento eso no le preocupa. Le preocupa más saber que de algún modo
yo le estoy apuntando a la cara, le estoy apuntando con pulso firme y
un tiro certero. Entonces sabe que está a punto de morir y antes de
poder accionar ese mecanismo físico mental que le permite mover el
dedo y jalar del gatillo, la bala penetra profundo en el cráneo,
justo entre medio de las cejas. El cuerpo cae estrepitoso sobre la
ventanilla mientras la sangre se derrama por todo el ancho de la
puerta. Reviso el interior del vehículo y solamente encuentro
algunas provisiones. Abro el baúl, lo inspecciono con minuciosidad,
corro los bidones de nafta que están completamente vacíos y me
estorban pero no encuentro nada más que restos. Un paquete de
galletas me quita el hambre por el momento. No puedo continuar así,
no de esta manera. La idea de quitarme la vida no deja de repetirse
en mi cabeza pero eso sería ser un cobarde, sería traicionarme a mí
mismo. Tengo que encontrar la forma de escapar de la ciudad. El
problema es que la ruta que conduce a la salida, la interprovincial,
se encuentra bloqueada por las fuerzas armadas. En un intento de
contener lo incontenible, ellos mismos se han condenado a la miseria.
Dos soldados, solo dos soldados han quedado de pie. El resto, o ha
abandonado el puesto o sus cuerpos se encuentran descansando sobre la
ruta, silenciosos y putrefactos. No pretendo tener el mismo destino.
Dos movimientos rápidos bastaron para sumar esos cuerpos militares a
la sumatoria de víctimas de la tragedia.
Unos
cuantos kilómetros me separan de la ciudad, las cosas acá parecen
ser diferentes. El aire que se respira está menos viciado, el pasto
se ondula con la brisa, el camino se hace extenso y parece
interminable. Miro hacia atrás, tan solo unos segundos, y veo la
ciudad transformada en un pandemónium. Ya no escucho el sonido de
las sirenas, ni los gritos, ni el sufrimiento. A pocos metros diviso
una casa. Parece estar abandonada y eso me llama la atención.
Apoyada sobre una pequeña mesa de madera, una radio, algo
deteriorada por el paso del tiempo, continúa sonando. Parece
escucharse la transmisión de algún informativo local o la cadena
nacional. El sueño me vuelve a vencer, encuentro reparo en el sillón
de mimbre que descansa junto a la radio que está apoyada sobre la
mesa de madera, en el deck delantero de la casa. Los párpados pesan
nuevamente y el hambre comienza a debilitarse. Todo se tiñe de
oscuridad y lentamente comienzan a desaparecer los objetos, uno por
uno, frente a mí. La vigilia me es un estado imposible ahora y
mientras el último rastro de luz penetra por el cuenco de mis ojos,
creo escuchar, solo por algunos instantes, la voz que proviene de la
radio anunciando que el brote viral ha sido declarado oficialmente
una pandemia.
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