Cuando se es lo que no se es...
Desconozco por completo
lo que nos vuelve solidarios. Me refiero, ¿qué es eso que nos aleja
de nosotros y pone la lupa sobre el otro a costas de que no nos
importe nada? Creo que nadie puede responder todavía a esa pregunta.
Es algo básico: basta con que nos arrinconen contra la pared para
sacar lo más feroz de nuestra esencia. Ahí sí se ve nuestro
verdadero rostro, sin esa máscara que nos miente incluso hasta a
nosotros mismos. Estamos atravesando tiempos de confusión y
desorden. Como dijo alguna vez Emile Cioran: “Deseamos el caos,
pero tememos sus revelaciones”. Y en parte es así. Vivimos
acostumbrados a quejarnos día tras día de nuestra forma tan
rutinaria y sin sentido de vivir, pregonamos por la destrucción de
la sociedad actual y sus valores morales y apostamos a un nuevo
surgimiento desde sus cenizas, nos enfurecemos cuando nuestros
gobernantes de turno nos pisotean hasta el cansancio haciéndonos
pagar los costos de un sistema basado en un modelo económico
deficitario que sólo beneficia a unos pocos, o sacamos lo peor de
nosotros en la fila del banco o del supermercado. Así somos, así
vivimos. Somos muy críticos de nuestra propia existencia pero no
hacemos nada para cambiar los hábitos que nos trastornan. Porque,
claro, es más fácil criticar que hacer. Y cuando las papas queman,
y todo de repente se tiñe de muerte, no sólo somos los primeros en
criticar o bromear al respecto sino que además hacemos todo lo
contrario a lo que dictarían las buenas prácticas humanitarias. De
repente, cuando nos damos cuenta de que la muerte está ahí, cuando
nos volvemos conscientes de que siempre estuvo ahí pero la vivimos
ignorando, porque por default
el
ser humano tiende a creerse inmortal para poder soportar su
existencia terrenal, todo estalla por los aires y quedamos al borde
de
una guerra civil que se disputa por quién puede comprar más
cantidad de alcohol en gel y papel higiénico. Los medios,
claramente, hacen su aporte cotidiano generando un nivel de paranoia
que les proponen a sus espectadores la mayor tensión y el
desconcierto posible llevado directamente al sillón de sus hogares
cortesía de las cadenas nacionales e internacionales de comunicación
masiva.
Este combo, esta hermosa combinación de factores en los que
se mezclan la xenofobia, la discriminación clasista, el miedo, la
paranoia, la desinformación, el descontento general de la población,
el desconcierto, la incertidumbre, la inoperancia gubernamental (o la
complicidad política), el desinterés, las cifras porcentuales de
víctimas, entre otros, hace que el cóctel del que beben los
ciudadanos en el día a día no los lleve más que a la supervivencia
y al egoísmo. Es decir, todos somos solidarios, todos opinamos
libremente, todos filosofamos de modo productivo cuando el problema
está en la vereda de en frente. Los opinólogos abundan. Abundan
sobre todo porque desde su posición de benefactores todavía sienten
que tienen el derecho de poder expresarse libremente, sobre lo que
sea y a cualquier costo. El cortocircuito se produce, claro, cuando
el
problema
se cruza de vereda. Ahí sí se acaban las opiniones y vamos directo
a los bifes. Nada de formalismos ni mucho menos, hay una sola regla:
¡sálvese el que pueda! Entonces ahí es cuando nos damos cuenta de
que efectivamente la solidaridad es simplemente un concepto, una
idea, un simbolismo y no una práctica. Alguien podría decirme que
los médicos y las médicas y los enfermeros y las enfermeras son los
más solidarios en situaciones de emergencia sanitaria. Sí, es
verdad, pero tampoco podemos olvidarnos de que esa solidaridad
responde muchas veces más a una responsabilidad legal que al ánimo
de poner su vida en juego en lugar de la de su paciente. La línea
que separa la responsabilidad de la solidaridad, en este caso, es tan
delgada que uno no puede evitar confundirse si hasta ellos mismos la
confunden. Por eso, la práctica solidaria queda relegada en un
segundo plano cuando las cosas se descontrolan. Basta con recordar la
famosa escena de la película Titanic: el barco en pleno hundimiento
tenía una capacidad limitada de botes, aunque la consigna era la de
"mujeres y niños primero" fue imposible evitar el caos, el
desconcierto y el descontrol que generó la situación a raíz de que
todos querían salvarse. Unos cuantos años más tarde, si lo traemos
a nuestra época, más concreto en nuestra situación actual, sólo
resta comprender por qué la gente añora tanto a que llegue el fin
de semana para poder descansar junto a su familia en su casa pero
cuando se le solicita que se quede, a causa de una pandemia virósica
y a efectos de evitar la veloz propagación en la población lo que
daría como resultado el agotamiento y desbordamiento del sistema de
salud, no puede respetar un simple requerimiento. Es así, ¿por qué
habría de quedarme en casa si yo me siento bien? ¿Por qué debería
cuidarme si soy joven y para mí sería un simple resfriado? ¿Por
qué tengo que hacer lo que me dicen si yo ya soy grande y me sé cuidar? La preguntas que rozan la estupidez abundan.
La solidaridad
se esfuma en un simple acto de egoísmo. El otro desaparece cuando
me pongo frente a la situación y la resuelvo únicamente haciendo
foco con la lente de mi propia existencia. Lo resuelvo porque me
afecta a mí, no porque el otro también necesita una respuesta. Lo
resuelvo de forma unilateral, no consulto, no me preocupo por efectos
colaterales, sólo acciono según mi criterio, fin. Por eso, ser
solidarios quedó en el pasado. Es una práctica antigua, de un mundo
antiguo que ya no existe. Con el tiempo nos fueron alejando, nos
desplazaron tanto que la distancia que tomamos de los demás parece
irrecuperable. Lo curioso es que nos parece extraño no saludarnos
con un beso o con un apretón de manos pero nos resulta totalmente
normal realizar una videollamada con nuestros familiares para
evitar, a veces, hasta una visita personal.
Las formas cambian pero el contenido no. Y así, jugando a ser
solidarios un día nos dimos cuenta de que, en realidad, nunca lo
fuimos.
Comentarios
Publicar un comentario